Emilio Teno y Mariano Toborda continúan su clase sobre el tiempo a través del análisis de las novelas "Zama", "Historia del llanto" y "El limonero real".
Por Emilio Teno y Mariano Taborda
¿Narrar o describir?, se pregunta el crítico literario húngaro György Lukács; piensa en Tolstoi y Balzac como exponentes de la narración: en esos textos el lector vive junto a los personajes, experimenta, es parte de la novela; la descripción la asocia a Zolá y Flaubert, en estos otros textos solo se observa de manera pasiva, están alejados de la épica. Lukács, desde la óptima marxista, cree que los primeros son la forma que deberían tener las novelas. Ese planteo nos sirve para identificar una oposición, una contradicción entre narrar o describir. Podemos pensar en narrar o describir también hacia adentro de los textos: suele ocurrir que se desliga la narración de la descripción, las acciones vinculadas a los personajes se suspenden para que el narrador describa con detalles los lugares, opine; una vez que termina la descripción, los personajes vuelven a las acciones. Es por eso que el narratólogo francés Gerard Genette dice que el tiempo se frena con la descripción. Una de las formas de pensar el tiempo en los textos tiene que ver con su velocidad o duración, si narración y descripción no se integran entonces el tiempo no avanza. En las novelas realistas del siglo XIX encontramos pasajes interminables con los detalles de París, San Petersburgo o Londres, esa manera casi pedagógica de mostrar la ciudad es impensada en estos tiempos.
Otros textos integran las nociones de narrar y describir, entretejen tiempo y espacio y crean una nueva sustancia. Así comienza “Zama” de Antonio di Benedetto, una de las grandes novelas de la literatura argentina:
“Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron dónde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no”.
“Zama” es una extrañeza porque sitúa la acción a final del siglo XVIII, la gran mayoría de las narraciones nacionales parten de la independencia; pero lo más singular de la novela -y de toda la obra de Di Benedetto- tiene que ver con la forma. Cualquier fragmento de su escritura es reconocible, original, no se parece a nada. En el fragmento anterior, narración y descripción son indivisibles: el muelle, el mono muerto, el río, el personaje narrador que observa y cierra la escena con un paso al plural. La narración no se detiene con la observación del lugar, podemos invertir la ecuación: es la descripción la que hace avanzar la narración.
Otro eje interesante que describe Genette respecto del trabajo con el tiempo es la frecuencia. La divide en tres: la frecuencia singulativa es cuando los hechos que solo ocurrieron una vez aparecen una vez en el texto. La frecuencia iterativa es cuando algo que ocurrió más de una vez solo se cuenta solo una vez en el texto. Y por último la frecuencia repetitiva cuando algo que ocurrió una vez se cuenta muchas veces. La repetición refuerza lo que se narra; ocurrió una vez pero la presencia constante en el texto construye una alteración entre en el tiempo de la historia y el tiempo del relato: en la historia ocurrió una vez pero en el relato ocurre muchas veces, el tiempo se dilata y se expande.
En la novela “Historia del llanto” de Alan Pauls, el narrador en tercera persona que sigue de cerca al personaje narra algunas escenas muchas veces; hay una muy simple: el niño está en el ascensor del edificio con su madre, el triciclo incomoda el espacio reducido, sube un vecino, el niño llora, siente vergüenza. Eso se cuenta muchas veces en la novela, siempre vuelve a ese mito de origen, a la edificación de una personalidad a partir del vínculo con el llanto, esa anécdota pequeña se vuelve épica a fuerza de repetirla.
Juan José Saer -maestro de Pauls y reivindicador de Di Benedetto- escribió doce novelas, uno de los proyectos más virtuosos y sólidos de la narrativa en la segunda mitad del siglo XX. El argumento de “El limonero real” es bien sencillo: Wenceslao se prepara para festejar el fin de año, su esposa, luego de la pérdida de un hijo, se recluye; él se traslada entre las islas hasta la reunión, elige compartir con el resto, ella no. Lo singular de la novela es el trabajo con la materialidad del lenguaje y uno de los recursos que Saer pone en juego es la frecuencia repetitiva.
“Amanece
Y ya está con los ojos abiertos
Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba, respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de perros lejanos que vienen desde la otra orilla del río. La voz de los gallos viene de muchas direcciones. (…)
Amanece
Y ya está con los ojos abiertos.
Se ha levantado y se ha vestido y ha estado jugando un momento con los perros y ahora orina en el excusado, con la puerta abierta. (…)
Amanece
Y ya está con los ojos abiertos.
Se ha levantado, ha dejado sacudiéndose después de atravesarla la cortina de cretona descolorida que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, ha sido recibido por los perros al salir al patio, ha recordado, mientras orinaba en el excusado, como todas las mañanas, de un modo fugaz, como si el acto de orinar tuviese una correlación refleja con ese recuerdo, la mañana de niebla en que puso por primera vez los pies en la isla”.
Nueve veces se repite la frese, el tiempo vuelve desde el comienzo del día y avanza cada vez un poco más. La linealidad del tiempo se rompe con la frecuencia repetitiva, se vuelve circular, se cierra sobre sí misma. Eso que ocurrió una vez, el amanecer del día y el amanecer de Wenceslao, con la insistencia en el texto, crea una dimensión particular: el espacio, el personaje y la narración se subordinan al tiempo.
Lecturas:
“Zama” de Antonio di Benedetto
“El limonero real” de Juan José Saer
“Historia del llanto” de Alan Pauls
Ejercicio de escritura:
Escribir un texto narrativo de ficción en el que se ponga en juego la frecuencia repetitiva. Un hecho que ocurrió una vez en la historia debe narrarse al menos tres veces.
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